LES VELETES DE LA ZONA MERCAT CENTRAL/LLEGENDES I SAINETS VALENCIANS.
En l'entorn immediat del Mercat Central existixen tres espadanyes en penell molt famoses en Valéncia, dos d'elles en el Mercat Central.
En la cúpula de la zona d'horta del Mercat es troba un au, que té forma de cotorra i que es coneix com “La Cotorra del Mercat”, alçant-se sobre una corona real.
L'atra propenca és la de l'Iglésia dels Sants Joanes que representa un pardal, que li la coneix com “El Pardal de Sant Joan” o de “Sant Joan del Mercat”.
Ya en el Mercat, es troba una sobre la zona de peixcateria en forma de peix espasa.
La més popular i la que s'usa en l'image corporativa del mercat, puix se supon que està al tant de la bulliciosa vida que transcorre a la seua entorn aixina com de les sòries de la ciutat., és la cotorra
En els sainets valencians representats en el sigle XIX i principis del XX apareixia en freqüència mantenint un diàlec, sempre ribalt i en doble sentit, en el “Pardal de Sant Joan”, i li contava a este últim els chismorreos que havia escoltat, cites clandestines, el “vullc i no puc” d'algun famosillo, etc.
Es fantaséja en que tots els matins “La Cotorra” i “El Pardal” dirigixen les seues mirades a les gàrgoles de la Llonja i es donen el bon dia., ya que va nàixer l'amisat i es diu.... que l'amor entre ells
Es diu que en les époques de pobrea d'antany, molts llauradors vinguts de l'interior, baixaven a Valéncia en busca de la prosperitat. Molts venien en els seus fills menors, per a intentar trobar treball i aixina ser dos els que portaren diners a casa. A sovint, no ho conseguien i els pares, per a lliberar als fills de la situació de pobrea els dien:
“¿Veus aquella bola d'or massiç que el pardal del penell soste en el seu pico? Puix mira-ho fixament, perque en un moment donat la deixarà caure i que l'agarre es podrà quedar en ella i serà molt ric. Espera ací, mentres yo faig compres en el mercat”.
Dit açò, mentres el menut mirava ensimismat, el pare s'aforava entre les parades de l'antic mercat i desapareixia. L'ingenu chiquet es quedava hores i hores mirant la bola i mai caïa, fins que ple de desesperació començava a plorar i a córrer entre les parades buscant al seu pare. Els comerciant estaven acostumats a vore aquella trista escena, per lo que no era rar que algun d'eixos chiquets acabara en casa d'algun d'ells o en alguna família acomodada que es apiadaba del chiquet
HI HA UN SUCCEÏT de la revista “La Cotorra del Mercat” que dia: Resulta que en un dels moments de la citada comèdia, dos dels personages masculins, un més llest que l'atre, estan parlant. El més sapient li diu al segon, “puja dalt del Tros Alt i voràs lo que li penja al Pardal de Sant Joan”. L'atre, ingenu ell, fa lo propi i comenta que no veu res. Aixina que, l'atre en to de burla, li respon: “Pero ¿com que no veus lo que li penja al *pardal? ¡¡¡¡¡Puix la Bolseria!!! ( en referencia als ous del pardal i al carrer propenc que contínua a la plaça del Tossal.
Vicent Blasco Ibañez fa alusió a la seua llegenda en la seua novela “Arròs i Tartana”, on es pot llegir de la seua mateixa novela el següent passage:
"…En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella. Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y le conducían a Valencia para «hacer suerte», o, más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con traje de pana deslustrado en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso Pardalot, giraba majestuosamente.
—¡Mia, chiquio, qué pájaro!… ¡Cómo se menea!… —decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y le metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.
La miseria del lugar, la abundancia de hijos y, sobre todo, la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso, donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.
El que iba allá abajo se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta.
Al hacer la estadística de los abandonados ante la velada de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea…”.
Pilar Esteve i García
(Pilar Verdadera)
Fuentes:Mercat Central
Arróz y Tartana.-Vicente Blasco Ibañez
Valencia Bonita
En el entorno inmediato del Mercado Central existen tres
espadañas con veleta muy famosas en Valencia, dos de ellas en el Mercado
Central.
En la cúpula de la zona de huerta del Mercado se encuentra
un ave, que tiene forma de cotorra y que se la conoce como “La Cotorra del
Mercat”, alzándose sobre una corona real.
La otra cercana es la de la Iglesia de Los Santos Juanes que
representa un pájaro, que se la conoce como “El Pardal de Sant Joan” o de “Sant
Joan del Mercat”.
Ya en el Mercado, se encuentra una sobre la zona de
pescadería con forma de pez espada.
La más popular y la que se
usa en la imagen corporativa del mercado, pues se supone que está al
tanto de la bulliciosa vida que transcurre a su alrededor así como de los
chismes de la ciudad., es la cotorra
En los sainetes valencianos representados en el siglo XIX y
principios del XX aparecía con frecuencia manteniendo un diálogo, siempre
pícaro y con doble sentido, con el “Pardal de Sant Joan”, y le contaba a este
último los chismorreos que había escuchado, citas clandestinas, el “quiero y no
puedo” de algún famosillo, etc.
Se fantasea con que todas las mañanas “La Cotorra” y “El Pardal”
dirigen sus miradas a las gárgolas de la Lonja y se dan los buenos días., ya
que nació el amor entre ellos
Se dice que en las épocas de pobreza de antaño,
muchos campesinos venidos del interior, bajaban a Valencia en busca
de la prosperidad. Muchos venían con sus hijos menores, para intentar encontrar
trabajo y así ser dos los que llevaran dinero a casa. A menudo, no lo
conseguían y los padres, para liberar a los hijos de la situación de pobreza
les decían:
“¿Ves aquella bola de
oro macizo que el pájaro de la veleta sosteniene con su pico? Pues mÍrala
fijamente, porque en un momento dado la dejará caer y que la coja se podrá
quedar con ella y será muy rico. Espera aquí, mientras yo hago compras en el
mercado”. Dicho esto,
mientras el pequeño miraba ensimismado, el padre se escabullía entre las
paradas del antiguo mercado y desaparecía. El ingenuo niño se quedaba horas y
horas mirando la bola y nunca caía, hasta que lleno de desesperación comenzaba
a llorar y a correr entre las paradas buscando a su padre. Los comerciante
estaban acostumbrados a ver aquella triste escena, por lo que no era raro que
alguno de esos niños acabara en casa de alguno de ellos o en alguna familia
acomodada que se apiadaba del niño.
HABIA UN CHISTE de la
revista “La Cotorra del Mercat” que nos decía: Resulta que en
uno de los momentos de la citada comedia, dos de los personajes masculinos, uno
más listo que el otro, están hablando. El más sabio le dice al segundo, “puja
dalt del Tros Alt i voràs lo que li penja al Pardal de Sant Joan”. El otro, ingenuo
él, hace lo propio y comenta que no ve nada. Así que, el otro en tono de burla,
le responde: “Pero ¿com que no veus lo
que li penja al pardal? ¡¡¡¡¡Puix la Bolseria!!!!!” (nótese el
juego de palabras, ya que además de la calle que continua a la plaza del
Tossal, también hace referencia a lo que podría colgar al pájaro de los Santos
Juanes si fuera macho).
Vicente Blasco Ibánez hace alusión a su leyenda en su novela “Arroz y
Tartana”,
donde se puede leer de su misma novela el siguiente pasaje:
“…En época pasada, aunque no remota, el Mercado de
Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus
establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella. Al
llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando
a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la
monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y le conducían a Valencia
para «hacer suerte», o, más bien, por librar a la familia de una boca
insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había conducido
quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las
áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con traje de pana deslustrado
en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha
cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como
si pidiesen limosna preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo,
el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en
seguida iba por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos
meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la
oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya
veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por el
ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e
insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la
escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La
original veleta, el famoso Pardalot, giraba majestuosamente.
—¡Mia, chiquio, qué pájaro!… ¡Cómo se
menea!… —decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más
encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el
autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí,
ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la
conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un lado
a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los
dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un
comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de
su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y le metiese en su casa,
aunque no le faltase criadico.
La miseria del lugar, la abundancia de
hijos y, sobre todo, la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna,
justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir
el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las
conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de
nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso,
donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para
cogerlos.
El que iba allá abajo se hacía rico; si
alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes
de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que
habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel
guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el
viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de
corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en
cuenta.
Al hacer
la estadística de los abandonados ante la velada de San Juan, don Eugenio
García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea…”.